Hace unos días encontré en una revista varias imágenes que me regresaron a tres momentos del pasado. Las instantáneas en cuestión tenían que ver con el centenario de la escultora cubana Rita Longa (14 de junio de 1912- 29 de mayo de 2000), una de las más prolíferas exponentes del género.
En la revista dedicaban varios materiales a la artista, entre los que se incluía un fotorreportaje con algunas de sus obras más conocidas diseminadas por todo el país.
Los momentos evocados tienen que ver con tres etapas de mi vida, en las que –coincidentemente- las manos de Rita Longa eran el factor común.
Cuando era un niño de seis años, en uno de esos viajes vacacionales a La Habana, mi mamá me llevó al Zoológico de la calle 26. Rememoro con total lucidez la impresión que causaron en mí los venaditos de la entrada o Grupo Familiar (como tituló Longa a la obra).
-Mami, parecen de verdad- dijo mi preciosa inocencia y la pura –no me quito la maldita costumbre de llamarla así- asintió con la cabeza.
Años después, las clases de Historia del Arte en la universidad me llevaron a la Necrópolis de Colón, y el profesor explicó que la pieza que adornaba la entrada del panteón de la familia Aguilera se llamaba Piedad, que databa de 1957 y que Rita Longa era la creadora. Para el trabajo final de la asignatura escogí precisamente Piedad, y no sé las razones. Puede que haya sido porque mi mamá estaba lejos en aquel entonces y me calaba hondo aquella madre amorosa, sufrida, que carga en sus brazos al hijo muerto. Escribí dos cuartillas sobre esa obra y las ideas versaban sobre el amor de madre.
También recordé que en uno de mis días universitarios monté equivocadamente con mi pareja en un taxibus que se dirigía a la Virgen del Camino, cuando nuestro destino era La Habana y el recinto universitario. La problemática radicaba en que había gastado el único par de pesos que me quedaba y que por el error ya no llegaríamos a tiempo a clases. Decidimos, entonces, regresar a la residencia estudiantil.
Sentado en un banco frente a la fuente de la Virgen, a la sombra de uno de los árboles del lugar, tomé la decisión de hablar con el chofer y decirle que no teníamos dinero. La ruta del regreso para Alamar creo que era la 462. Nunca he sentido vergüenza por decir que estoy arranca´o, máxime cuando es casi mi estado natural.
En eso estábamos cuando -divina providencia- apareció una mujer, puso unos gladiolos en la Virgen del Camino, cerró los ojos, se viró de espaldas y soltó una moneda que describió una parábola corta antes de caer en algún lugar con su respectivo ¡Bloom! Esperé unos minutos, me levanté esperanzado y tamaña sorpresa me llevé al encontrar la fuente repleta de pesetas, pesos, medios, y hasta monedas de tres pesos. Miré a la figura de bronce que nació del talento de Rita, adornada por una palma y con una rosa de los vientos en las manos, pensé en su función teológica, hundí mis manos en el agua y tomé ochenta centavos, solo lo necesario para pagar el pasaje doble. ¡Gracias virgencita!, dije en un susurro, cual rezo sagrado.
Hace 100 años nació Rita Longa. Una revista le dedicó varias páginas y en ellas encontré unas fotos que me transportaron a tres momentos importantes, diferentes, propios… La centenaria escultora no ha muerto en la cotidianidad de un pueblo que al decir de Graziella Pogolotti, “la admira, la reconoce y la recuerda, aun sin nombrarla”. ¡Gracias por eso también, Virgencita!